Hay historias que redefinen por completo lo que creemos saber de nuestros héroes favoritos. Algunas lo hacen con ligeros giros argumentales, otras con homenajes sutiles o mundos paralelos. Pero hay una en particular que se atreve a tomar dos de las figuras más icónicas del cómic estadounidense y fundirlas en una única leyenda: ¿qué pasaría si Superman, el Último Hijo de Krypton, hubiera crecido no en la calidez de Kansas, sino en el frío mármol de la Mansión Wayne en Gotham?
El día en que Superman se convirtió en Batman
Esa es la premisa de Superman: Speeding Bullets, uno de los títulos más fascinantes de la línea Elseworlds de DC Comics. En este universo alternativo, la nave de Kal-El no aterriza en los campos de Smallville, sino en el jardín trasero de la Mansión Wayne.
Thomas y Martha, al no tener a su hijo biológico Bruce, adoptan al niño alienígena y lo crían como propio, dándole el nombre que en nuestra línea de tiempo original llevaría el Caballero Oscuro. Desde el primer momento, el pequeño Bruce/Kal muestra señales de sus poderes kryptonianos, y sus padres (científicos e inteligentes como siempre los imaginamos) entienden que están criando a alguien excepcional. Pero ni siquiera la visión de rayos X o la fuerza descomunal bastan para escapar del destino trágico que parece perseguir a los Wayne en cualquier universo: el asesinato en un callejón oscuro de Gotham.
Es aquí donde todo cambia. Porque en esta versión, cuando Joe Chill apunta con el arma, Bruce no es un niño impotente. Es un ser con poderes casi divinos, y los usa. Tras ver cómo sus padres caen ante los disparos, responde con furia: con sus ojos en llamas, lo incinera en el acto. En lugar de quedar paralizado por el miedo, actúa impulsado por la rabia, algo que marcará para siempre la forma en la que entenderá la justicia.

El trauma no lo abandona. Crece como un joven aislado, perdido en su poder, atrapado entre su herencia kryptoniana y su crianza humana. Los años lo empujan a la oscuridad, y su dolor lo convierte en algo más. No en Superman, en Batman. Pero no cualquier Batman: uno con visión de calor, con vuelo, con invulnerabilidad. Un Batman que puede atravesar paredes y desintegrar armas con solo golpear.
Y aquí es donde el cómic se vuelve realmente perturbador y provocador: al darle a Batman los poderes de Superman, la historia expone la delgada línea que separa al héroe del dios. Lo que define a estos personajes no son solo sus habilidades, sino su entorno, sus pérdidas, su humanidad. Superman no es Superman por poder volar, sino porque los Kent lo enseñaron a tener compasión. Batman no es Batman porque vio morir a sus padres, sino porque decidió no dejarse consumir por la sed de venganza.
En Speeding Bullets, el Bruce Wayne alienígena tarda años en encontrar ese equilibrio. Es más violento, más impulsivo, más peligroso. Pero también más humano en su lucha por encontrar un propósito. Finalmente, abandona el manto de Batman y adopta un nuevo símbolo, uno que lo acerque a la esperanza. Es su renacimiento como Superman, pero no como el que conocemos: uno que lleva en su interior la oscuridad de Gotham, el dolor de la pérdida y la furia contenida de haber crecido en la ciudad más rota del universo DC.
La historia, escrita por J.M. DeMatteis e ilustrada con una oscuridad palpable por Eduardo Barreto, no solo es una de las mejores piezas de la colección Elseworlds. Es, en muchos sentidos, una reflexión sobre el poder, la identidad y lo que realmente significa ser un héroe. Es también un recordatorio de que nuestras circunstancias moldean quiénes somos, incluso si llevamos el sol de Krypton en la sangre.
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