Por muchos años, Dragon Ball fue sinónimo de evolución constante. No solo en términos de poder, sino también de narrativa. Desde el pequeño Goku en su aventura por reunir las Esferas del Dragón, pasando por el legendario Super Saiyajin enfrentando a Freezer en Namek, hasta Gohan luchando con Cell, hubo algo que mantuvo la esencia de la saga intacta: la progresión tenía sentido. Había lógica, había un camino. Y cada escalón en la escala del poder estaba ligado al desarrollo personal, emocional o incluso espiritual de los personajes. Hasta que llegó Dragon Ball Super, y todo se vino abajo.
Porque sí, podemos debatir horas sobre si los niveles de poder son importantes o no. Podemos decir que lo que realmente importa es la historia, el drama, las batallas frenéticas o el carisma de los personajes. Pero estaríamos ignorando una realidad fundamental de Dragon Ball: su narrativa depende profundamente de la escala de poder. Para que haya tensión, para que una batalla nos mantenga al filo del asiento, debemos entender qué está en juego, qué tan lejos está el protagonista del enemigo, y si realmente tiene lo necesario para vencer. Y eso, lamentablemente, Dragon Ball Super lo olvida por completo.
El inicio de una buena escala
En el Dragon Ball original, el crecimiento de Goku fue coherente y gratificante. Desde su entrenamiento con el Maestro Roshi, hasta las peleas con el Rey Piccolo o Tenshinhan, cada combate tenía una progresión justificada. No solo eran más fuertes los enemigos, Goku también lo era, pero como resultado de arduos entrenamientos, aprendizajes y desafíos morales. Cuando finalmente se enfrentó a Piccolo Jr. en el Torneo Mundial, no era solo una pelea de fuerza; era el cierre de un arco de crecimiento que llevaba años construyéndose.

Y eso continuó en Dragon Ball Z. Con la llegada de los Saiyajin, se introdujo la idea de que el poder podía escalar a niveles insospechados. El Super Saiyajin no fue solo una transformación más: fue la consecuencia emocional de una pérdida devastadora. El dolor de Goku al ver morir a Krilin, la desesperación de una pelea sin salida, todo confluía en ese grito que cambió el anime para siempre.
Lo interesante es que, incluso cuando DBZ comenzaba a jugar con escalas cósmicas, no rompía del todo sus reglas. Freezer tenía un poder monstruoso, sí, pero había entrenamiento, fusiones, desbloqueos de potencial (como el de Gohan), y cada nuevo nivel de fuerza tenía una justificación más o menos clara dentro del universo. Incluso los errores en la medición de poder que tanto se critican hoy, eran, en el fondo, una herramienta para medir progreso y establecer expectativas. En Dragon Ball Z, las reglas eran claras: si querías ser más fuerte, tenías que ganártelo.

En DBS el poder dejó de significar algo
Y entonces llegó Dragon Ball Super con su ki divino, sus transformaciones con nombres espectaculares y su completa indiferencia por todo lo que la saga había construido. En un principio, la introducción del Super Saiyajin Dios parecía prometedora. Goku accede a una nueva forma gracias a un ritual, una conexión con sus raíces Saiyajin. Hasta ahí, todo bien. Luego viene el Super Saiyajin Blue, y aunque se siente un poco menos especial, aún hay algo de lógica: el ki divino se entrena, se perfecciona, se domina.
Pero a partir de ese punto, Dragon Ball Super pierde el rumbo. Las nuevas formas aparecen sin construcción previa, sin una narrativa detrás que las justifique. Ultra Instinto, Ultra Ego, Super Saiyajin Blue Evolution, Gohan Beast, Orange Piccolo: cada transformación nueva se siente como una carta sacada de la manga, no como el resultado de un proceso. Y ahí está el problema: el escalado de poder deja de ser una herramienta narrativa y se convierte en un simple truco visual.

¿Por qué funciona el poder en DBZ pero no en Super? Porque en Dragon Ball Z, los aumentos de poder están ligados al viaje del personaje. La primera vez que Gohan libera su poder oculto es un momento cargado de emoción. La fusión de Gotenks es un recurso divertido y justificado. La transformación de Gohan en Super Saiyajin 2 durante la saga de Cell es uno de los momentos más icónicos del anime porque no es solo un cambio de pelo: es la culminación de su tensión interna, de su rabia contenida, de su deseo de proteger a los demás.
En Dragon Ball Super, en cambio, personajes como Trunks obtienen poderes como Super Saiyajin Rage porque sí. Un recurso que nunca se explica del todo, que no regresa después, y que tampoco está ligado a un crecimiento personal real. Trunks no supera un trauma, no resuelve una contradicción interna. Simplemente se enoja más.
Lo que en DBZ se sentía como una escalada constante y peligrosa, en Super se siente como una caricatura en la que cualquiera puede alcanzar niveles divinos si el guion lo necesita. Y el verdadero problema no es que los personajes se vuelvan más fuertes, es que ya no importa por qué.

Cuando el poder se vuelve arbitrario, la tensión desaparece. Si sé que Goku va a sacar una nueva forma en medio de la batalla sin explicación alguna, ¿por qué debería preocuparme por su derrota? Si sé que un personaje irrelevante puede dar pelea a un dios solo porque sí, ¿por qué me importaría quién gana?
Y esto es devastador para una serie como Dragon Ball, que siempre se construyó sobre el crecimiento, el esfuerzo y la superación personal. Cuando Super introduce personajes que alcanzan nuevos niveles de poder sin consecuencias, sin emoción, sin lógica, le quita toda la mística a ese universo.
Tal vez, la solución no está en dejar de introducir nuevas formas o poderes, sino en volver a darles sentido. Que cada transformación signifique algo, que haya consecuencias. Que el espectador sienta que ese cambio es el resultado de un viaje, no un truco de mercadotecnia. Porque al final del día, lo que nos hacía gritar frente a la pantalla no era ver destellos dorados alrededor de Goku, era ver a nuestros héroes superar lo imposible con esfuerzo, ingenio y corazón.
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